Ninguna acción debe emprenderse al azar ni de modo divergente a la norma consagrada por el arte.
Libro IV de las «Meditaciones» de Marco Aurelio
Cuanto mayor me hago más me convenzo de la futilidad de buscar una aplicación defensiva al aikido y más me convenzo de la necesidad de interiorizar determinados principios que nos harán transitar un camino. Y lean bien, digo “buscar” no digo que no exista esa aplicación defensiva, es obvio que subyace en todos y cada uno de los momentos de nuestro entrenamiento, porque no podemos, aunque quisiéramos, que tampoco, escapar de la violencia y sufrimiento de la que es descendiente cualquier arte marcial, incluso la que menos violenta pretenda ser. Precisamente esa violencia, ese sufrimiento del que somos “descendientes” por la influencia que nos ejerce el aikido como arte, a su vez fruto de otros artes más guerreros, hace que, aunque no nos demos cuenta, si lo entrenamos, por supuesto, con suficiente interés y sacrificio, hará que la parte marcial aparezca tarde o temprano.
Dicho esto, que no me restará polémicas de aquellos que pretendan buscarla y que no lean exactamente lo que escribo, lo que espero de un practicante de aikido es que sea activo en otro camino, uno que no encontraremos si no trabajamos intensa y conscientemente en ello: la aplicación de los principios del aikido en nuestra vida cotidiana.
Hoy vengo a hablar de la dualidad de tori (también conocido como nage) y uke, o aite como le gustaba llamarlo a sensei Tamura y de lo que creo que puede enseñarnos en nuestra vida ordinaria, fuera del dojo, donde pasamos el abrumadoramente mayor porcentaje de nuestro tiempo activo.
Vivimos los occidentales en una sociedad profundamente egoísta, donde nos inculcan desde muy pequeños la prevalencia del “yo” sobre el “nosotros”, donde nuestra visión de las cosas es la acertada salvo que se demuestre, y a veces ni así, lo contrario, donde vemos a todos nuestros congéneres como competidores y donde cada vez más frecuentemente todo vale con tal de conseguir nuestros objetivos. Damos importancia a nimiedades y vivimos en un conflicto continuo; aquel no me dejó pasar con el coche o ha realizado una maniobra brusca, esta me ha contestado mal en el trabajo, ya está ese grupito de gente bloqueando la acera molestándome cuando llevo prisa. Permanentemente enfurruñados en nuestro yo hacemos nada por situarnos en la visión del otro. Si hemos sufrido alguna “ofensa” durante el día nos creemos con el derecho de devolverla a la primera de cambio y olvidamos nuestra amarga sensación cuando fuimos el objeto de alguna situación incómoda, sintiendo estoy seguro en algún caso, una perversa sensación de bienestar en devolver el mal a alguna otra incauta persona.
Sin embargo, llegamos al dojo y, por arte de magia, adoptamos una dualidad de roles perfectamente sincronizados. Somos capaces por momentos de ponernos en la piel del otro mediante la alternancia como aite y tori.
Como tori, aceptamos la agresión de aite y la hacemos nuestra, la analizamos calmadamente y no la devolvemos multiplicada con la energía de nuestro rencor, sino que aplicamos la fuerza tranquila que nuestro conocimiento de que siempre existirá un ataque en algún momento nos aporta. No podemos luchar para que no existan los ataques, ni sorprendernos porque surjan, sino simplemente aceptar su existencia y aplicarnos en nuestro entrenamiento para entenderlos. Y esto nos sirve tanto para agresión física como de otra naturaleza. En nuestra vida cotidiana imaginad que alguien realiza una maniobra con su vehículo, sabemos a ciencia cierta que tarde o temprano eso sucederá, pero, aun así, nos indignamos y nos comportamos de forma irracional. Ser tori debe prepararnos para ello, estar siempre alerta y no juzgar cosas que tarde o temprano sucederán. Pero no todo debemos pensar que ha de ser por pura “maldad” del otro. Si actuamos como durante nuestro entrenamiento podremos afrontar la situación desapasionadamente… Quizá esa persona tuvo un mal día, quizá ha sido un despiste inocente, quizá, efectivamente, haya sido por simple descortesía o insolencia, pero nada de eso debe cambiar nuestra reacción, que es nuestra y de nadie más. Si ante cualquier “ataque” reaccionamos de forma agria y desproporcionada imaginad que lío tendríamos en el dojo continuamente. Dispersar o desviar el ataque y continuar nuestro camino sin alterarnos ni juzgar al otro es uno de los más maravillosos ejercicios que podemos realizar a lo largo de nuestra ajetreada existencia y es algo que aprendemos continuamente en nuestro entrenamiento sobre el tatami. ¿Por qué no lo llevamos más allá del mismo?
Como aite o uke debemos ser “agresores” y aceptar de forma flexible y reflexiva la corrección de nuestro comportamiento que tori lleva a cabo. No forzamos a ser humildes para cambiar al rol que nos toca desempeñar y observar la vida desde la perspectiva del que es “puesto en su lugar” después de realizar un acto erróneo o irreflexivo. Es un acto de humildad que nos enseña que en cualquier momento podemos cambiar de actitud y que la colaboración y humildad nos lleva a podernos levantar para construir algo mejor. Si algo hacemos mal, lo primero es reconocerlo y comportarse reflexivamente, aceptando las consecuencias de ello y con la humildad suficiente del que conoce sus límites.
Tori y aite aprenden a no dejarse llevar por el odio ni los malos entendidos, a colaborar por un objetivo común, que saben a ciencia cierta es idéntico para ambos y para ello tienen que aprender el papel del otro. Observemos el mundo de una forma más amable viéndolo desde el punto de vista del otro y no nos alteremos tan fácilmente, porque de eso solo somos responsables nosotros mismos, no culpemos al “otro” porque ese “otro” somos nosotros mismos en algún momento. Esto es lo que a mi juicio mucho más allá de romper una muñeca, un brazo o una cabeza la práctica alternada de uke y aite nos enseña en nuestra vida cotidiana.