Por fin llega la ansiada – y temida – bienvenida. Un batiburrillo de «hola, bon jour, ça va?, ¿qué tal?» y ante todo la enorme pereza pasarnos tres días con esa pétrea sonrisa incómoda, hablando español más alto (como si fuera posible) para que así nos entiendan (como si fuera posible).
Comida, traslados y follón general hasta que por fin empieza la práctica.
Tras la vergüenza inicial, franceses y españoles nos mezclamos sin reparos, y de pronto parece que todos hablamos el mismo idioma. No es el idioma del ikkyo y del sankyo, sino uno mucho más elemental, el de la constancia, la superación y el compañerismo.
Y cuando acaba la clase parece como si todos nos conociéramos un poco más, como si hubiésemos compartido algo que, aunque se nos escapa, nos une.
La incomodidad no es bien recibida a la hora de cenar, amigos reunidos tras largo tiempo – toda una vida – sin verse.