¿Cuántas veces no me habré imaginado yo con una faldita de esas puesta? Qué porte, qué elegancia, y yo que parezco nueva cada vez que vengo al dojo. Fantaseo con que un día dejo de ser invisible en el curso de algún Gilbert y me convierto en otra Feilen. Luego me hacen koshinage, caigo de espaldas y el dolor borra de un plumazo mis ensoñaciones y me devuelve a la práctica.

Y un buen día tras un examen pasado sin pena ni gloria, pasado para pasar el rato, nos estamos levantando todos para continuar con la segunda parte del ritual – las cañas – cuando el maestro dice de pronto: “ah, los que se han examinado de primer kyu pueden llevar hakama”. Él lo dice como si tal cosa y yo por mi parte oigo “And the Oscar goes to…”

Quince días más tarde me encuentro frente a frente con una especie de invento de tortura, todo tiras y pliegues, que debería venir con manual de instrucciones y que me hace envidiar con creces las faldas del colegio de monjas al que nunca fui.

Entro tropezando al dojo, me siento a duras penas y no veo ni rastro del porte y la elegancia de mis sempais. Con cada técnica que pasa me hago más y más pequeña, me hacen koshinage, caigo de espaldas y esta vez el dolor siembra en mí la duda. ¿Y si no soy lo suficientemente buena? ¿Y si no me merezco mi hakama? ¿Qué pensarán mis compañeros al verme tan patosa?

Y entonces le miro a él, precisión absoluta, control, calma y belleza en cada movimiento. Un conocimiento que a mí aún se me escapa pero que estoy decidida a adquirir. Mi hakama es símbolo de ese compromiso, de la responsabilidad que conlleva estar dispuesta a esforzarme siempre por mejorar, y ahora tengo el honor de poder gritar a los cuatro vientos que me encanta el aikido.