Edificio del Hombu Dojo

Edificio del Hombu Dojo

 

Cuando decidí visitar el Hombu Dojo en Japón me sentí un poco intimidada. Esperaba encontrarme un centro de entrenamiento cuasi militar, un templo repleto de orientales estirados expertos en artes marciales que me hicieran sentir como un pato mareado tras más de cinco años practicando aikido. Un lugar, en definitiva, ajeno totalmente a mi dojo y a mi concepción particular de este arte.

El Hombu Dojo es una casa en una zona residencial cerca del barrio de Shinjuku. La sala de entrenamiento es luminosa y blanca, con un tatami del mismo color. Cuando me siento al final de la habitación, media hora antes de que empiece la clase porque me han advertido de que en Japón la puntualidad se lleva a rajatabla, ya hay muchos aikidokas pululando por ahí: unos pocos practicando o estirando, la mayoría simplemente esperando.

El respeto se respira en el ambiente, pero también la camaradería. Las conversaciones a media voz y las risas empiezan a resquebrajar la imagen que en mi ignorancia tenía del lugar. Cuando Yokota Sensei comienza a dar la clase, encuentro aún más similitudes con el resto de dojos en los que he estado. El maestro es preciso, marcial, pero también cercano, y a menudo se detiene para explicar a sus alumnos detalles de las técnicas que practican, momento que dedica la gran mayoría de la clase para poner en marcha a su vez la técnica del escaqueo titulada “Comprender Intelectualmente” y, para mi sorpresa, los rezagados no son una especie extinta en el país del sol naciente.

Por supuesto en el dojo se encuentran practicantes de alto nivel, pero éstos comparten el espacio con alumnos sin hakama con los que se ponen sin reparo, fomentando esa humildad que tanto me gusta del aikido. Me alivia comprobar que los fallos no son ajenos a estos practicantes, y me divierte ver que también hablan por lo bajini mientras realizan las mismas técnicas que hago yo semana tras semana a miles de kilómetros de aquí con mis amigos.

Y como en todas partes cuecen habas, no podía faltar la cotorra egocéntrica de turno, en este caso un occidental más japonesizado que los propios japoneses que no para de dar lecciones – a veces no muy acertadas – a una pobre chica durante toda la hora.

Para cuando termina la clase, me invade un sentimiento de familiaridad que ya empezaba a echar de menos tan lejos de todo lo que conozco, y esta gente, tan diferente en principio a mí, me ha hecho sentir un poco más en casa.