No piensen que voy a hablar de temas de amor, y todo eso, en el aikido. Nanay, y aunque todos sabemos que «el aikido es amor» – lo que seguramente me da pie a preparar otra entrada sobre semejante bobería cursi -de lo que quería hablar es sobre una moda que causa furor en mi dojo y que es, ni más ni menos, el mantener relaciones estables con tu pareja desde el comienzo hasta el final de clase. Es decir, nada de promiscuidad aikidokil. Ni una canita al aire, fiel hasta el final. El que te toca te toca y San Pedro te lo bendiga.

Por los hechos que paso a describir me paré a meditar un poco sobre la importancia de tomarse la molestia de elegir bien tu compañero o compañera en el negocio diario del aikido. Es importante, como en cualquier relación de pareja.

Sin ir más lejos, andaba yo el otro día poco dispuesto para la práctica, con los efectos de una contundente fabada aún burbujeando en mi conducto intestinal, cuando me situé en seiza para iniciar mokusso a ver que tal se daba la clase. El generoso plato de fabes que me había trasegado no ayudaban mucho a mi paz interior, todo hay que decirlo. Más bien parecía que en mis entrañas se libraba una terrible batalla a juzgar por los sonidos que periódicamente surgían de esa zona.

Cuando la palmada del maestro me despertó sacó del profundo estado contemplativo al que había accedido, me sentí mucho más predispuesto a la práctica, gracias al férreo control sobre mente y cuerpo que he adquirido tras intensos años de práctica. La predisposición duró 2 segundos. Exactamente lo que tardé en ponerme en pie.

Gordito en problemas, como yo

Como no podía ser de otra manera, y según nos enseña el gran maestro Murphy (excelente cerveza también), tus ganas de trabajar serán inversamente proporcionales a las ganas del maestro de mostrarse juguetón durante la clase. Ya se pueden imaginar el cuadro. Sólamente el calentamiento fue digno de un potro vencedor del Gran National. Si el gran Red Rum me hubiera visto calentar así antes de iniciar una carrera, seguro que se habría retirado sin ni siquiera intentarlo. A punto de llorar estuve.

Así estaban las cosas cuando sonaron la dos tradicionales palmadas con su coletilla “¡Ale, vamos a comenzar!”. “Pues nada, nada, vamos a ello” me dije, mientras mantenía una dura negociación con uno de mis pulmones para que retornara a su sitio.

Empezamos mal, ya que nuestro respetado maestro había decidido que era el “Día del Uke”. Vamos que íbamos a recibir una soberana paliza, lo que no me pareció demasiado bien, principalmente por las dificultades que encontraba en respirar con normalidad. No obstante ni un sólo sonido de protesta salió de mi boca,sobre todo porque mantenía una férrea determinación a no dejar escapar mi corazón por la susodicha.

Entonces acabó la explicación y me encontré rodeado de una intensa actividad de compañeros, muy atareados los tíos, saludándose entre ellos para comenzar. “Inconscientes, pensé, lo que les espera”.

Siguiendo una antigua tradición, que mis compañeros más veteranos ya conocen, nadie se dignó en saludarme, por lo que me levanté despacito dispuesto a encontrar un compañero que permitiese a mi pulso retornar a la normalidad. Es decir, alguien que no fuese demasiado exigente con mi capacidad de respuesta a las proyecciones en ese momento. ¿Lo encontré? Naaa, ahí me quedé con cara de pasmarote, todo el mundo pasando a mi alrededor feliz de haber encontrado a su media naranja.

Al apartarse varias parejas fue cuando le ví. En seiza, digno y erguido, un brillante yondan miraba al vacío como si la cosa no fuese con él, esperando tranquilamente. Tejiendo su red. Y yo, en vez de fingir un desmayo o acordarme de algún asunto urgente que no podía posponer, le saludo. Porca miseria, pero «Noblesse oblige«

Lo que sucedió después ya se lo puede imaginar. Si juntamos los conceptos “fabada” «calor asfixiante» “tío canoso con familia e incipiente barriguita” “día del uke” y “yondan con mirada de: te voy a sacar las asaduras, vida» el inexorable desenlace sólo puede ser calificado como “dolor supremo”. Aunque eso llega después. Antes, tu cuerpo emite ciertas señales de protesta ante el entrenamiento intenso (a pesar de que tu mente se empeñe en calificarlo como “brutal paliza injustificable”).

Primero son los pulmones. Acostumbrados a trabajar a un determinado ritmo, en los últimos tiempos ciertamente pausado, no les sienta nada bien que les fuercen la marcha de repente. Y sobre todo les molesta que su trabajo se vea continuamente interferido por los impactos de las costillas contra el tatami. Esto me lleva a realizar un breve comentario al respecto: ¿recuerdan aquello que se dice sobre que si chocas con el agua a cierta elevada velocidad es como chocar con un muro de cemento? Pues imagínense que su cuerpo se ve proyectado a toda velocidad contra el suelo, por muy tatami que sea. Eso es precísamente en lo que mi yondan se estaba aplicando alegremente con férrea disciplina. Y eficacia.

Cuando mis costillas fueron suficientemente licuadas, el espacio resultaba tan opresivo en el pecho que mis pulmones decidieron coger un descanso e irse a tomar el aire por ahí, lo que para mi corazón, que tenía que trabajar para nada, fue la gota que colmó el vaso. Llegó entonces la revolución. Mis brazos dijeron basta y mis piernas mutaron a las de Bambi, cansadas ya de intentar transportar mis despojos hacia una salida.

Fue en ese momento, cuando estaba en el suelo viendo pasar mi vida como en una película y sin poder reaccionar, que a mi amado (figurativamente) se le ocurrió preguntar: ¿estás bien, querido?.

Pues no, no estoy bien. La gente no va por ahí tirándose al suelo en posición fetal y gimiendo quedamente, porque esté bien, sino porque sienten que se les escapa la vida, corriendo detrás de sus órganos internos.

No pasa nada, en todas las parejas existen diferencias de criterio, sólo que este caso el mío importaba una mierda. Bueno, como con mi mujer.

Afortunadamente el dicho “Dios aprieta, pero no ahoga” puede aplicarse en este caso (aunque, todo hay que decirlo, por el pelo de una gamba no se le fue la mano) y cuando justo escuchaba unas voces que me decían “no corras hacia la luz” sonaron las palmadas que daban paso a los ejercicios respiratorios de final de clase. Busqué mi dignidad y como no la encontré, arrastré lo que quedaba de mi cuerpo y finjí realizarlos, mientras dirigía míradas de súplica a mis pulmones para que abandonaran su actitud huelguista en el rincón donde se habían hecho fuerte y retornaran a mi pecho.

Realizar mokusso correctamente fue como pedir a Kim Jong Il que hable sobre los derechos humanos. Imposible. Después de realizar los saludos finales, me dejé morir sobre el tatami. Y seguí muriendo el resto de semana.

¿Moraleja? Háganme caso, elijan bien a su pareja si llevan dos platos hondos de fabes en el cuerpo: cuanto más pequeño y menos experimentado mejor. Claro que… ¿habría comido fabada mi yondan y por eso me eligió a mí? Mmmmm…