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Confieso que con esto del aikido me siento un poco como los reclutas de sargento de artillería Highway (Sargento de hierro) cuando eligen camiseta. Sé que por mucho empeño que ponga voy a fallar con total perfección.
Y en esos tenebrosos pensamientos estaba yo haciéndome el petate como si me preparara para una operación de desembarco aunque en realidad era todo mucho más complicado: primer curso después de mi operación de columna.
Como hay cosas que no cambian, aún habiéndome levantado dos horas antes, no podía abandonar la sensación de que llegaría tarde, y eso que contaba con un exiguo camino de media hora en coche hasta el frente de batalla. Elevados pensamientos interrumpieron el rumbo derrotista: ¿desayunar fuerte para tener fuerzas o arriesgarme a efectos intestinales colaterales indeseados? Era un mar de dudas.
Hice caso de la máxima de Boddidharma, tiré por la calle de en medio, y encaminé mis posaderas hacia el coche envuelto en fúnebres presagios entre muchos abrazos a mis seres queridos y besando una bandera del Madrid que tengo. Intenté silbar una tonadilla para animarme, pero sólo sirvió para sentirme peor. No sé silbar.

Cumpliendo fielmente con una ya vieja tradición el exiguo camino de media hora que mencionaba antes, se convirtió en uno de más de tres cuartos de hora, finalizado con una aparcamiento a medio parsec de distancia del polideportivo. Todo ello, como comprenderá el amable lector, no ayudó a levantarme el ánimo mucho, así que cuando, en mi apuro – ¿he mencionado que los nervios me afectan al intestino? – estaba recogiendo los bártulos del maletero apareció el coche del maestro y aparcó al lado del mío, me sentí un poco más tranquilo pues pensé en mi infinita torpeza, “¡Vaya! así que esta es la hora en la que llegamos los maestros”. Una vez nuestras miradas se cruzaron comprendí que Higway no comulga con ese tipo de peregrinos pensamientos y fui ferozmente consciente de que a pesar su actitud siempre amable, la gestualidad que desprendía era un poco como la del sargento mayor de artillería cuando le entrega el puro al de al lado y dice  “Sujeta esto chico, creo que se acaba de declarar la guerra”.
El caso es que cuando entraba por la puerta del polideportivo y preparaba mis papeles para inscribirme envuelto en un halo de pesimismo similar al del marine que ve acercarse la playa de Omaha, me sorprendió la amabilidad con la que fui recibido, que fue un poco como si al soldado una vez que cae el portón para desembarcar, en vez de una granizada de balas le recibiese un capitán de las SS con un matasuegras y un gorrito encabezando una larga cola de conga. Es de agradecer que las organizaciones te traten con un poco de respeto, especialmente si no lo mereces.
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Después de cambiarme y constatar que por alguna misteriosa razón mi obi había encogido en los meses de inactividad desde mi operación y no abarcaba convenientemente mi cintura como era su excelente costumbre, puse proa al tatami donde ya reinaba la habitual mezcolanza de corrillos animados junto a introspectivos y solitarios practicantes realizando alguna contorsión que, a su juicio, suelen considerar un estiramiento. Traspasando el límite entre el tatami y el exterior no pude dejar de pensar en aquella frase del infierno de Dante “Oh, vosotros los que entráis, abandonad toda esperanza”… Al menos resultó enternecedor comprobar que la mayoría de mis alumnos siguen mis pasos y llegaron más tarde que yo (alguno hay más díscolo que llegó al mismo tiempo, pero eso es sólo porque ya es mayor y duerme poco)
Tardó poco el maestro en aparecer, creo que tiene un superpoder que le convierte en Clark Kent metiéndose en una cabina a la hora de engalanarse con los arreos del keiko, e inmediatamente alguien palmeó para llamarnos la atención de este hecho. Esto me llevó a dos líneas de pensamiento diferentes aunque conectadas. Lo primero que me pasó por la cabeza fue ¿es necesario hacer tanto ruido que sobresalte a los que nos dejamos llevar por esto momentos para recuperar el sueño atrasado? ¿No sería mejor cuando entra el maestro que sonara un suave arpegio? o, si ya nos abandonamos al frenesí cacofónico, ¿no aportaría más que esas palmadas  una descarga de fanfarrias o un mayordomo golpeando el suelo con su bastón anunciando la entrada del maestro con cuatro apellidos y todos sus títulos incluidos? Lo segundo que pensé es que si Japón y el resto del globo también hacen este tipo de cosas o es una especie de remanente de nuestro acerbo racial lo de arrancarnos por palmas a la menor oportunidad. Disculpadme mi mundanal falta de conocimiento aikidokil, yo practico un aikido de provincias. Soy un poco Paco Martínez Soria recién bajado del tren en esto del conocimiento de las costumbres del lejano oriente, especialmente Cipango.
Estaba por tanto un poco absorto con todos estos elevados pensamientos, pero noblesse oblige como se suele decir, ya no podía posponer más el hecho de que debía hacer seiza y mokusso, así que me sitúe en un lugar al azar, guardando debidamente la irregularidad de la línea.
Estaba listo para dejar mi mente vacua esperando absorber como Bob el torrente de conocimiento que con absoluta seguridad se me iba a venir encima noté, justo en el preciso instante en que el silencio era atronador, que un acceso de tos incontrolable me sacudía el cuerpo como si Casillas descubriera que es hijo ilegítimo de Mou… “¿Es que estas cosas me tienen que pasar a mí siempre, o qué?” pensé, en mi entrañable inocencia de señor de 43 años.
Controlar aquel ataque traicionero mínimamente, me costó tal ímprobo esfuerzo que hubiera preferido arrebatarle el último donuts de la caja a Seagal, pero, finalmente, con los ojos arrasados en lágrimas e inyectados en sangre y el pescuezo del color de un cangrejo muy cocido, logré mantener mínimamente la compostura sin que la ola de incomodidad y los carraspeos simpático – reflejos a mi alrededor no se hicieran muy patentes más allá de dos o tres puestos alrededor. Naturalmente mi momento de comunión con el universo se fue al mismo lugar en que reside mi melena.
No voy a entrar en el detalle de las técnicas porque no es la competencia de estas reflexiones que me hago en voz – letra – alta. Sobre el keiko sólo querría detenerme un poco sobre la figura de Roberto Sánchez. ¿Saben ustedes esas personas que les gusta tanto lo que hacen que el que les observa en su salsa entra en trance como Mogli mirando los ojos de Kaa? Pues la sensación es esa.  Ahí estás tú y ahí está Roberto, y le gusta lo que hace, disfruta con ello, y tú disfrutas con su disfrute y esto te hace pensar “qué demonios, vamos a darle caña al asunto”. Y esto sólo sucede con alguien que alcanza un alto grado de conocimiento del oficio y de su técnica. O del arte como es el caso.

Oh, sí, créanmen, no nos daríamos ni cuenta.

Oh, sí, créanme, no nos daríamos ni cuenta.

Con Roberto tienes la impresión de que si apareciese un día con una nariz roja y el pelo peinado a lo Crasty no nos daríamos ni cuenta, tales son sus ganas de transmitir y la necesidad de aprender que suscita en el aprendiz. Hay personas que son así, tenemos que aceptarlo y admirarlas. Otros nos tenemos que conformar con ser apuestos, ricos y simpáticos. Es una cruz que tengo que aceptar.
Naturalmente la realidad es muy cabezota y acabas dándote cuenta de tus limitaciones, pero habitualmente el entusiasmo creado en sus cursos es tanto, que aceptas tus dolores y tus agujetas como esos compañeros de viaje de fin de curso gritones y cargantes pero que, al fin y al cabo, te hacen ver que estás de eso, de viaje de fin curso, y te alegras mucho. Cierto es también que a veces, principalmente cuando la neurosis se apodera de algún practicante en modo berseker y se producen episodios de series alocadas de técnicas, tienes ganas de recurrir a alguna frase de mi adorado Highway dirigiéndose a su oficial superior que decía aquello de “Con el debido respeto, señor, se me están empezando a inflar los cojones” .
Naturalmente nunca lo haces. Por muchos y variados motivos claro está, pero probablemente uno de los mejores es que te expondrías a una respuesta del tipo (Highway también sabía versar dokas) “¡Somos silenciosos, somos rápidos, somos mortales! ¡Basta con una sacudida de las pollas señoras, dos ya es una paja, os debilitaríais! ¡Necesitáis estar fuertes!”.
En fin, que así transcurría la mañana entre caídas, torsiones, ajetreos y comprobaciones de integridad columno-vertebral, cuando Roberto decidió que debíamos ir al exterior para aplicar algunos conceptos de armas. Contrariamente a lo que puede pensar el lector dado el hilo bélico que conduce esta entrada, no abordamos el mantenimiento y uso de rifles de asalto, ni tratamos balística básica para uso de morteros ligeros, no amigos, el entrenamiento basó en algo mucho más modesto y atávico. Como decía el niño histérico del anuncio: un palo (tirando a largo). O, como nos gusta decir para darle un poco más de caché: el jo. El uso del palo como instrumento para hacer pupa sólo se encuentra un paso por encima en la escala evolutiva que el uso de un fémur, pero aquí estamos los aikidokas disfrutando enormemente a estas alturas midiéndonos alternativamente las costillas unos y otros. En el prado, la mayoría de asistentes, con honorables excepciones entre las que lamento decir no me encontraba, confirmamos nuestra total incapacidad para asimilar y recordar de forma más o menos holgada cuatro encadenamientos de ataque-defensa basado en la famosa kata de saito de 13 movimientos. Que esa es otra, Roberto, como otros buenos maestros, no para de pensar en aikido, en su aplicación y en su evolución, así que como un modisto de esos que se acompaña de señoritas al borde de la inanición, cada temporada aporta nuevas perspectivas, nuevas tendencias, y por supuesto, nuevos retos.
Como la veteranía es un grado, encontré una hermosa sombra donde practicar mi impericia, porque las penas con sombra son menos (o algo así). El tiempo pasaba rápido, el calor apretaba, y cuando empezaba a intimar con una cigarra especialmente bulliciosa, la parada fue agradecida por todos como el soldado agradece la visita al burdel con cerveza pasable.
Después del consabido tercer tiempo, con hidratación basada en el zumo de cebada, y una agradable comida en el exterior en la que sacamos muchas conclusiones sobre la vida privada de las avispas, los valientes rangers de Shoshinshakai renunciamos a la sobremesa y asistimos gozosos a un chapuzón en la estupenda piscina municipal del pueblo. Intentamos echarnos una siestecilla como dicta la tradición, pero las bandadas salvajes de tiernos infantes torrelodonenses, al menos en mi caso, nos lo impidió debidamente.
La clase de la tarde transcurrió en los mismos términos que la mañana, desdibujada un tanto por el cansancio acumulado (el curso comenzó el viernes por la tarde) la ingesta de abundantes espirituosos antes, durante y después de la comida, la comida misma y el estupor y temblores ante la aplicación algo novedosa de determinadas técnicas. Sin embargo sobrevivimos de forma bastante honrosa al proceso y adquirimos, eso espero, unos principios sobre los que ir trabajando en el futuro. A saber: dormir más, beber menos, atender más, beber menos, entrenar más, beber menos, y así sucesivamente.
La jornada de nuestra compañía, ahora un tanto agotada, de rangers de Shoshinshakai terminó en una parrillada en la que pudimos engullir gozosamente en éxtasis de gloriosa gula carnívora el triple de calorías que las gastadas durante el curso. Pero ¡ey! ¿Quién dijo miedo?
Finalmente nos despedimos todos muy agradecidos por la estupenda organización y algunos muy interesados en el posicionamiento geográfico de la guardia civil en las salidas de Torrelodones. Y hasta aquí la (mi) crónica (personal) del curso de Roberto Sánchez en esta bella localidad madrileña al pie de la sierra el 25 de julio de 2015. La aventura continuó al día siguiente para algunos, pero eso es otra historia y deberá ser contada en otro momento, yo me retiré a los cuarteles de invierno a lamer mis heridas y un polo de fresa, que estaba de antojo.